Vida de resurrección, esperanza de resurrección 

 Si alguna vez el mundo necesitó un mensaje de esperanza, es ahora. No una esperanza fugaz e ilusionada, sino una segura y firme, anclada en algo más fuerte que la tumba. Hoy les traigo la verdad triunfante de la resurrección: el centro glorioso y resplandeciente de nuestra fe, la piedra removida no solo de la tumba de Cristo, sino también de todo temor y tristeza que aprisiona el alma. Jesús dijo: «Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque muera, vivirá. Y todo aquel que vive y cree en mí, no morirá eternamente» (Juan 11:25-26). ¡Qué palabra tan maravillosa! No solo da la resurrección, sino que Él es la resurrección. La vida fluye de Él como la luz del sol, y dondequiera que Él esté, la muerte huye.

Seamos claros: la resurrección de Jesucristo no es un mito ni un símbolo; es la piedra angular de la realidad cristiana. Pablo dijo: «Pero ahora Cristo ha resucitado de entre los muertos y es la primicia de los que durmieron. Porque por cuanto la muerte entró por un hombre, también por un hombre la resurrección de los muertos. Porque así como en Adán todos mueren, también en Cristo todos serán vivificados» (1 Corintios 15:20-22). ¡Primicias! Eso significa que vienen más. Su tumba vacía es la promesa de la nuestra. La muerte parece reinar, pero es un reino ya conquistado. El Rey ha resucitado.

¿Y qué significa esto para nosotros, incluso ahora, mientras caminamos en un mundo aún marcado por lápidas y lágrimas? Significa que no vivimos como quienes simplemente sobreviven, sino como quienes han resucitado. “Porque fuimos sepultados juntamente con él para muerte por el bautismo, a fin de que como Cristo resucitó de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros andemos en vida nueva. Porque si fuimos plantados juntamente con él en la semejanza de su muerte, ciertamente también lo seremos en la de su resurrección” (Romanos 6:4-5). Un Cristo resucitado significa un pueblo resucitado. Esta vida de resurrección no es un futuro lejano; comienza en el momento en que Cristo entra en el corazón. No esperamos ser transformados; somos transformados. Un Salvador vivo significa una fe viva, que late con el poder que resucitó a Jesús de entre los muertos.

¡Oh, que pudiéramos conocerlo a Él y el poder de su resurrección! No solo como una doctrina, sino como una realidad diaria. Pablo clamó: “A fin de conocerle a Él, y el poder de su resurrección, y la participación en sus padecimientos, llegando a ser semejante a Él en su muerte, si en alguna manera llegase a la resurrección de entre los muertos” (Filipenses 3:10-11). Hay un conocimiento que va más allá de libros y sermones; un conocimiento que llega cuando te arrodillas en la oscuridad y sientes la cálida mano del Señor resucitado levantar tu rostro. El sufrimiento trae una comunión con Cristo, pero el poder de la resurrección te guía a través de él, con la mirada fija no solo en la cruz, sino en la tumba vacía.

¿Y qué hay de nuestros afectos? ¿Acaso no los hemos puesto con demasiada frecuencia en las cosas de abajo? Pablo nos llama a algo más elevado. «Si, pues, resucitaron con Cristo, busquen las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios. Pongan la mira en las cosas de arriba, no en las de la tierra. Porque murieron, y su vida está escondida con Cristo en Dios. Cuando Cristo, nuestra vida, se manifieste, entonces ustedes también serán manifestados con él en gloria» (Colosenses 3:1-4). No estamos llamados a arrastrarnos por el polvo de este mundo, sino a resucitar con él, con la mente y el corazón puestos en sintonía con el cielo. Cuando Cristo, nuestra vida misma, se manifieste, entonces nosotros también seremos manifestados en gloria. ¡Qué esperanza nos da esto! No solo que resucitaremos un día, sino que ya vivimos la vida resucitada.

Pedro nos dice que hemos sido “renacidos para una esperanza viva, mediante la resurrección de Jesucristo de entre los muertos, para una herencia incorruptible, inmaculada e inmarcesible, reservada en los cielos para vosotros, que sois guardados por el poder de Dios mediante la fe, para la salvación que está preparada para ser revelada en el tiempo postrero” (1 Pedro 1:3-5). ¡Una esperanza viva! No un consuelo frío ni una promesa marchita, sino un fuego que arde en los huesos. Para una herencia intacta, reservada para nosotros como nosotros lo estamos para ella.

Que el mundo tenga sus dudas y su oscuridad. Tenemos un Salvador resucitado. Tenemos la certeza inquebrantable de que Él vive, y porque Él vive, nosotros también viviremos. Caminemos, pues, como quienes han resucitado. Amemos como quienes han probado la eternidad. Hablemos como quienes saben que la muerte es solo una puerta, y al otro lado está Jesús, con los brazos abiertos, las heridas sanadas, el rostro radiante. ¡Aleluya, Cristo ha resucitado!